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El euro: la crisis de una moneda politizada

(OroyFinanzas.com) – Pocas veces resultará tan apropiado el título de esta columna. La gestión del bien que utilizamos como dinero no es ajena a los vaivenes e intereses políticos de cada época. En la nuestra, el Estado establece el curso legal forzoso de los billetes del banco central. Pero, incluso en la elección de qué moneda nacional (forzosamente) hemos de utilizar, el Estado no puede escapar de las reglas del dinero, que no son otras que las del funcionamiento del mercado.

Un ejemplo de ello lo encontramos en la crisis del euro. Se optó por crear una moneda común, y también única, para un conjunto de países con economías muy diversas, mercados ciertamente rígidos y sin una disciplina fiscal efectiva. Ha sido con la primera crisis que ha vivido la eurozona cuando se han desvelado las deficiencias de su marco institucional, así como la verdadera naturaleza política de este experimento monetario.

Paul De Grauwe

En una reciente y muy notable investigación, el profesor de economía, Paul De Grauwe, destaca los problemas que acarrea la gestión de la crisis de la deuda pública en un área monetaria no óptima como la eurozona. Experto en cuestiones monetarias, sabe bien que la unificación monetaria requiere de unas condiciones técnicas muy exigentes para su buen funcionamiento: el establecimiento de verdaderas reglas de disciplina fiscal comunes, la flexibilidad de los precios y de los salarios, el movimiento efectivo del capital y de los trabajadores por toda la eurozona y la disposición de un presupuesto “federal” europeo para asistir a países miembros en crisis.

No se cumplían en 1999 ninguna de ellas: el Pacto de Estabilidad y Crecimiento era (y ha sido) la única herramienta de limitación del déficit y deuda pública de los Estados, que se ha demostrado ciertamente ineficaz; y, a falta de un presupuesto federal, y sólo a raíz de la reciente crisis, ha improvisado Europa un fondo común para ayudar a países miembros en crisis.

La unificación monetaria entre países que son socios comerciales habituales puede reportar importantes ganancias: al desaparecer las monedas nacionales, también lo hace el riesgo de tipo de cambio y se reducen los costes de transacción. Ello facilita el comercio y, como resultado, aumenta la especialización productiva, mejora la asignación de los recursos y se diversifica y abarata la oferta de bienes y servicios. Hasta aquí los parabienes, que no son poca cosa.

Ahora bien, ante una crisis que afectara especialmente a un país del área monetaria unificada (llamadas crisis asimétricas), éste ya no contaría con las políticas monetaria y cambiaria para “salir del paso”; ya sea abaratando el crédito y monetizando la deuda pública, ya sea devaluando la moneda. Sea dicho que, si es para esto, ¡es muy bienvenida su falta de soberanía monetaria! Al menos, el gobierno de turno no puede socavar el poder de compra de nuestro dinero a su antojo.

Al país en crisis sólo le quedará la opción de recuperar competitividad mediante una bajada de sus costes y precios. Si lo consigue, podrá aumentar sus exportaciones y recuperar su nivel de actividad y empleo. Pero, si los precios en sus mercados de bienes y de trabajo son rígidos y, además, los trabajadores no se desplazan hacia los países donde sí hay empleo, la crisis irá acompañada, sin remedio, de aumentos del paro. Como resultado del mal funcionamiento de los mercados de bienes y de trabajo, el país en crisis entrará en una espiral de recesión y desempleo, acompañado de elevado déficit y deuda pública, por el pago de los seguros y subsidios de paro. En definitiva, un círculo vicioso que me temo nos resulta conocido.

En esta coyuntura, sabemos bien lo que los “keynesianos de todos los partidos” proponen: subordinar la moneda a la financiación del Estado deficitario y al impulso (artificial) de la producción. En pocas palabras, que paguemos todos los usuarios del dinero, con más inflación, los desmanes tanto de los bancos rescatados con dinero público, como  de los gobiernos manirrotos.

Más matizado, De Grauwe apuesta por la creación de un presupuesto europeo único (esto es, la cesión total de soberanía fiscal) pero, reconociendo que es un escenario poco realista, propone para superar la crisis actual del euro una mayor coordinación de las políticas macroeconómicas, la creación de un Fondo Monetario Europeo, menos restrictivo que el actual fondo de rescate, así como la emisión conjunta y solidaria de deuda pública europea hasta el límite del 60% del PIB de cada país.

La crisis actual, unido a la sucesión de estas y otras muchas propuestas encaminadas a una mayor integración económico-política en la UE, son la prueba de que la economía europea no estaba (ni está) preparada para asumir la moneda única, y que su implantación respondía fundamentalmente a criterios políticos.

Si hubieran prevalecido los argumentos económicos, sólo habrían participado en el euro los países con lazos comerciales consolidados, donde hace ya años que el capital y el trabajo se mueven libremente. En cualquier caso, aunque hubieran prevalecido los criterios políticos, la unificación monetaria habría tenido que empezar con la implantación de una verdadera regla fiscal, que contuviera de manera efectiva el crecimiento del déficit y endeudamiento públicos, así como de un fondo de asistencia a los países en crisis.

Además, se podría haber lanzado la moneda común en convivencia con las monedas nacionales. Ello habría hecho más responsable a cada Estado de su gestión económica, al tiempo que nos habría dado a los usuarios de la moneda más medios para controlar las políticas de los gobiernos y bancos emisores; dado que el propio mercado de crédito habría castigado ya hace tiempo a los gobiernos y monedas nacionales menos creíbles. En definitiva, más mercado y competencia no nos hará daño, pues mejora el funcionamiento de las monedas.

Juan Castañeda, economista, UNED

Fuente: Expansión

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