(OroyFinanzas.com) – El proceso de construcción europea está sufriendo un severo parón, como no lo había sufrido nunca desde su comienzo allá por los años cincuenta del siglo pasado. Ante esta situación, cabría preguntarse si Europa habría sufrido un proceso de desmembración y desconfianza tan grande aunque no hubiera existido recesión. Quizá la crisis económica sea un catalizador de las enormes presiones existentes de muchos años atrás y que son ejemplos de libro de fallos institucionales garrafales que pueden conducir a la ruptura.
En los años setenta, se conformaron dos proyectos de unión monetaria radicalmente distintos entre sí. El primero consistía en la creación de una cesta de monedas, las cuales circularían a la vez. Es decir, en la zona monetaria única podría utilizarse cualquier divisa que formara parte de dicha cesta. De esta forma, los agentes económicos tienen libertad de elegir la moneda ó monedas en que quieren operar.
El proceso de selección de monedas por parte del mercado conduce inexorablemente a la disciplina monetaria y a la prudencia en expansiones crediticias ya que los inversores y ahorradores carecen de incentivos a confiar su riqueza en divisas que tienen poco valor relativo en el mercado o sujetas a fuertes presiones inflacionistas.
Bajo este sistema monetario, los Bancos Centrales no sólo están obligados a aplicar severas reglas de estabilidad en sus monedas. Además, la soberanía monetaria queda repartida de tal manera que nadie posee el monopolio de emisión y si algún Banco Central se hace con la posición de liderazgo será porque los agentes económicos encuentran estabilidad y seguridad. Esta posición de dominio, al contrario de lo que se pueda pensar, no es estable en el tiempo y obliga a la competencia permanente entre los emisores de moneda.
Sin embargo, el sistema monetario triunfador no fue éste. Triunfó la idea de un único emisor de moneda y de una única moneda. Para ello, había que integrar en un sistema de cambios fijos las divisas de los países miembros. Este proceso no estuvo exento de problemas ya que saltó por los aires en 1992 cuando se rompe el SME.
Este hecho obligó a reformular alguno de los puntos débiles que ya afloraban en el neófito proyecto. En este sentido, las bases se reforzaron a través del Tratado de Maastricht y la fijación de las reglas de política monetaria con base en los Estatutos del Bundesbank (Banco Central Alemán).
A partir del año 2002, el Euro empezó a circular y trajo para España de forma indiscutible, junto con una serie de reformas económicas, una de las etapas de mayor prosperidad de nuestra historia reciente. España necesitaba anclar su moneda a un patrón internacional, lejos de la indisciplina crónica y la ausencia de independencia de la política monetaria.
Yo no condeno al Euro por su evolución y por su situación actual insostenible. Lo que sí condeno es una gran parte de su diseño. Se ha producido un fallo institucional claro porque, desde un primer momento, no se conjuró el riesgo moral que podría aparecer si algún país no cumplía las reglas de Maastricht y tenía que ser ayudado.
A pesar de ser un sistema de “segundo óptimo” ya que el primero era la libre elección de moneda, el mal diseño y la existencia de malas instituciones tanto formales como informales son el verdadero problema y fuente, probablemente, de la solución.
Javier Santacruz Cano, Doctorando en Economìa
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